5 de agosto de 2012

0760- LOS PECADOS DE LA CARNE.

Hijo único y sin conocer a mi madre ni a ninguno de mis abuelos, mi infancia sería (supongo) un tanto aburrida, así lo reflejó mi cara desde muy niño. Dos tíos maternos sin hijos y uno paterno desaparecido en Francia 50 años atrás. Un tío con dos hijos mayores eran toda mi familia, pero no se hablaban con mi padre. ¡Vaya mierda!.
Un día de 1.968, cuando contaba yo con 19 años de edad, llegaron al pueblo dos francesas cuarentonas que preguntaron en el Ayuntamiento por mi padre, resultando ser hijas del hermano que marchó a Francia. Sin embargo el motivo de esta entrada no es para comentar mis infortunios familiares, sino para decir que aquella inesperada familia que me llegó de Francia a finales de los sesenta y que vivían junto al idílico Canal du Midí, en nada se parecía a lo que por estas tierras estábamos acostumbrados a ver. 

Una de aquellas primas era soltera, pero vivía con un señor que era el que hacía tropecientos con el que se juntaba (sin casarse) y por lo tanto con el que cohabitaba (en pecado) mientras que la otra estaba felizmente casada y tenía siete hijos, ninguno de ellos casado pero todos emparejados con unas y otros y teniendo hijos de las diferentes parejas con las que habían convivido o convivían, en un desmadre de tal envergadura que la madre y abuela (mi prima) apenas conocía los nombres de sus nietos, ni cuales portaban su sangre y cuales no. A nosotros, con la represión política y eclesiástica que reinaba en aquel momento en España, aquello nos chocaba sobremanera. Apenas lo entendíamos y casi lo asociábamos a una gigante "casa de putas" en la que todos y nadie era el rey. Como se puede ver, Francia nos iba 40 años por delante pero los españoles, cuando nos aprendemos la lección, les pasamos a todos un cuerpo y dos cabezas.

Dicen que lo que te inculcan de chico queda grabado para siempre. No sé si será verdad, pero yo si que lo creo. En mi niñez los pecados de la carne eran pecados mortales y se confesaban al cura que, con sumo deleite, te pedía pelos y señales. Se llamaban "tocamientos" y el cura te pedía que le informaras si eran solitarios o en compañía. Demasiado interés en los detalles... No sería de extrañar que al hombre le excitara el tema y después tuviera que aliviarse, pues la carne es débil. Por lo menos aquellos curas de entonces sabían guardar las formas. Independientemente de lo que hicieran en secreto nada salía del confesionario o de la iglesia y lo del contacto carnal, sin estar felizmente casado y bendecido por Dios, era pecado mortal que te llevaba directamente al infierno y con el que no podías comulgar. 

La Democracia y los muchos años transcurridos desde entonces, han acabado con aquellos curas que siempre dieron la impresión de creer lo que predicaban, motivo por el cual pecaban poco y si lo hacían, esperaban ansiosos la venida del Sr. Obispo para confesarse. Pero claro, los años pasan y aquellos párrocos se han muerto, de viejos y de aburrimiento. Hoy todo es diferente. Con las nuevas generaciones, iglesias y conventos se han llenado de gente de las más variadas inclinaciones sexuales, especialmente de gays (simples maricones) que practican a la luz del día, sin vergüenza al qué dirán. El motivo no es otro que el absoluto convencimiento de que con esa práctica no hacen daño a nadie. ¡Y bien que es verdad!. Según dicen esta pandilla de degenerados, mientras se la meten por detrás, ¡Dios es amor! y los deslices de la carne nunca fueron pecado a los ojos del Padre celestial. Ni la que se consume en la mesa en viernes de Cuaresma, ni la que se acaricia en los mullidos sofás o modernos colchones de látex.

La ruindad del pecado carnal se predicaba cuando los colchones eran, para ellos, de lana bien vareada mientras los pobres lo tenían de "borra" de ropa vieja triturada o de hojas de panocha de maíz. Actualmente, aunque no por sentido de la vergüenza sino porque moralmente les da a ellos una mayor libertad, predican que todo aquello son paparruchas y que Dios, nuestro Padre, solo quiere que seamos felices. Esta nueva forma de predicamento elimina el sentido de culpa (que ellos nunca tuvieron) por los pecados de la carne, a la vez que les da libertad de movimientos. Hoy nos dicen que el amor (también el carnal) está bien visto por Dios. La frase más utilizada en las omilías actuales es aquella que dice que: "...el Pare ens vol y desitja que siguem feliços"... Eso, para ellos, todo lo resume y autoriza. 

Así al menos, parecen entenderlo ellos. Pero los que recibimos otras enseñanzas, creemos que el amor que Dios les pide no es justamente ese, sino el que erradica la prepotencia y practica la caridad con los pobres, con los enfermos y con los desvalidos... sin ejercitar el amor carnal fuera del matrimonio y que, en su desvergüenza, ellos no solo practican impunemente sino que incluso lo buscan en cierto tipo de concentraciones, a las que denominan "salir de cacería" (Chueca, Sitges, etc.) aunque sin salir del pueblo algunos ya estén bien servidos.
Lo de acostarse con unos y otros sin la bendición de Dios, nunca estuvo bien visto por Éste. Cada cual que haga con su vida y con su cuerpo lo que quiera, la libertad ante todo, pero que no pretendan que la gente comulgue con sus ruedas de molino, haciendo creer lo que ellos no creen. Según la Biblia, capítulo 18 del Génesis... 
"Dios le dijo a Abrahan que destruiría Sodoma por la viciosa promiscuidad de sus habitantes. Abrahan intercedió por los justos que allí pudieran haber, pero no los había. Dios mandó a dos ángeles a rescatar a Lot, tan hermosos que llamaron la atención de los sodomitas. Hundidos éstos en el fango del vicio carnal cercaron la casa para abusar de ellos. Lot les ofreció a los viciosos sus dos hijas vírgenes para que se saciaran con ellas y dejaran en paz a sus invitados. No aceptaron. La turba intentó romper la puerta pero los ángeles les cegaron y le dijeron a Lot que marchara de la ciudad con su familia y que, pasara lo que pasara, no volvieran la vista atrás. Dios envió una lluvia de fuego que quemó Sodoma y a todos los que allí se encontraban..."


Ahora y siempre, los que predican la palabra de Dios son hombres normales, con sus normales debilidades. 
Solo hace falta que lo asuman, sin prepotencia ni hipocresía y que no pretendan mostrar una virtuosidad que ni tienen, ni practican. 
Difícil resulta confesarles nuestros pequeños pecados, a tan grandes pecadores...

RAFAEL FABREGAT

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